Cabeza de Radio

En una habitación cuadrada pintada de azul utilizando diferentes cantidades de agua en cada brochazo y con lunares magenta esparcidos al azar sobre tres de las cuatro paredes. Sentado en un pequeño sillón de terciopelo verde, con los pies descalzos delante de la pantalla de un ordenador apagado sobre la que descansa uno de los tres altavoces Creative (dos satélites y un subwoofer). Voy fijando la vista en diferentes ricones o bodegones de objetos curiosos mientras con mi dedo índice derecho juego a dar vueltas al revólver sobre el envolvente arco de metal del gatillo haciendo que la linea imaginaria que sale de la punta del arma revolotee circunferencialmente sobre suelo, techo y paredes norte y sur. Una especie de noria salvaje y ultraveloz.
Una caja de madera de roble en forma de paralelepípedo ortoedro descansa toda su verticalidad sobre el rincón que une la pared norte con la oeste. Encima el otro altavoz satélite Creative repiquetea una melodía aguda por delante de dos botellas cuadradas de cristal transparente con tapones de corcho color corcho, llenas de una mezcla homogénea de agua y tinta china roja y rosa, respectivamente. Vuelvo la mirada hacia la esquina que une la pared Norte con la pared Este y veo dos cables blancos, uno que sale de un agujero de un centímetro de diámetro de la parte más alta de la pared Norte y pasa entre las bisagras de la puerta de la pared Este (una puerta color ocre deslucido con un cristal esmerilado con formas amorfas que me hacen recordar tréboles deformes) para llegar hasta la televisión de pocas pulgadas de la habitación contígua, y otro que sale de un enchufe del suelo y trepa toda la pared Norte y parte del techo (gracias a unos cáncamos lo bastante fuertes para no caerse) hasta llegar a una bombilla de luz amarilla que ahora mismo me deslumbra.
Puedo girar la cabeza y cambiar de campo visual tantas veces como quiera. Forma parte de la apuesta: la total libertad de elegir el momento adecuado con un retraso máximo de dos horas (tiempo que empieza a agotarse).
Si me giro 110 grados puedo ver una estanteria de madera de haya de siete estantes donde reposan de canto sesenta cd?s originales de música, ochenta y siete cdr?s de música y datos, treinta y cinco libros, revistas y objetos peculiares a modo de adornos no menos curiosos. Apoyado sobre dicha estanteria, un cacharro para hacer abdominales de color rojo y negro. El suelo es principalmente negro y con brillo.
No me gustan las apuestas y raro es el día que me veréis haciendolo. Pero hay ocasiones en las que no se puede vacilar, ni siquiera perder tres segundos. Por eso me permito girar el revólver sobre si mismo mirando los variados rincones de mi habitación y pensando, única y exclusivamente, en la forma de los mismos.
El teléfono movil Nokia está enchufado a la corriente eléctrica mediante su cargador (encima del subwoofer (encima de la cpu) de color negro con frente de tela ídem). Si alguien llamara ahora tiene un 90% de probabilidades de que salte el contestador tras oir cinco señales porque no me apetece escuchar nada que no salga de mis altavoces. Ni siquiera de mi garganta. Podría pensar en todo lo que tendría que haber hecho antes de coger la sartén por el mango y aceptar la apuesta.
La puerta del balcón está cerrada pero tengo frío. Es casi seguro que se acerca una ola de frío polar. Es probable que dentro de veinte años no haya verano pero no me preocupa. Si llamasen al timbre, estoy completamente convencido de que ni siquiera haría el amago de atender al telefonillo.
Pasan cinco minutos de la medianoche. Agarro con fuerza el revólver y miro su boca redonda y oscura como un culo, paso la lengua por el orificio de salida, meto la punta y aspiro como si fuera una pipa de agua hasta notar en el paladar un sabor metálico con un ligero aroma a pólvora. Miro la pequeña caja azul de una bombilla roja de 25 W encima del escritorio lleno de trastos, cajas transparentes de cd?s, diskettes y La Biblia. Meto el cañón del revólver todo lo profundo que puedo en mi boca hasta notar que estoy tocando la campanilla y los ojos se me llenan de lágrimas. Apunto un poco hacia abajo y dirigo el cañón con más puntería hacia el esófago y logro penetrarme oralmente tres centímetros más. El arco de metal que protege el gatillo golpea contra mis dientes inferiores. Miro la bola de espejos del techo y saco el arma.
No me gustaría tener que dar explicaciones de todo lo que hago o dejo de hacer.
Se me acaba el tiempo, tengo que proceder tal como estaba previsto. Compruebo que la ruleta tiene solo dos balas, le doy una vuelta al mismo y lo cierro con un movimiento de muñeca. El percutor está en posición de ataque.
Vuelvo a introducir el cañón del revólver en la boca y con ambos pulgares empiezo a apretar el gatillo, mirando un punto ciego entre la pared norte, al lado de tres lunares magenta. Pienso en Ruanda, en Sarajevo, en Bagdad. Pienso en la fatídica historia de la Humanidad. En las niñas vietnamitas violadas una y otra vez, en los negros del Bronx rajando una cara blanca y joven. Se que yo no tengo la culpa de nada y sonrío todo lo que me permite el revólver. Pienso en las mujeres, en el Titanic, en el World Trade Center arrasado, en los miles de folios que planeaban como dientes de león entre los cuerpos que se lanzaban al vacío y caían, como manzanas, encima de la cabeza del Planeta Isaac Newton.
Cuento hasta tres y aprieto con todas mis fuerzas el gatillo, mientras el percutor, en cámara lenta, recorre su corto camino como un martillo hacia un yunke, y mis ojos se fijan en el altavoz satélite Creative que susurra ?...no surprises, please?.

Todo ha terminado o acaba de empezar, porque no recuerdo haber nacido y, mucho menos, haber tenido vida.
Nunca sabré si he ganado la apuesta.

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