Adán Schulz, capítulo 15

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Al fín me enteré de lo que me pasó hace dos meses y algunos días. Me lo ha contado Eva. Me ha dicho que intenté suicidarme o al menos eso creen todos. Me encontraron mucho alcohol y pastillas y drogas. Por lo visto acabé con todas las reservas del mueble del salón. Ya sabes, de todo un poco, cocaína, marihuana, diazepam, tetrazepam, speed... Según le contó mi madre a Eva y ella me ha contado a mí esta misma mañana, un vecino me encontró semidesnudo, tirado junto al ascensor. Mi cuerpo reaccionó de manera negativa a toda esa mierda y bueno, el resto ya se sabe.
Lo que no va a ser tan fácil de explicar es la causa principal (si es que existe). A estas alturas no voy a negar que soy pura contradicción pero quizás solo yo se que no pretendía quitarme la vida. No era más que una limpieza. Como cuando la mamá hierve el biberón. Quizás lo mejor sea no dar tantas explicaciones. Pobre gente, cada día que pasa me vuelvo más y más imposible. Compadezco a todo el mundo que me quiere.

Los días siguientes pasan volando entre visitas y charlas con Eva sobre el devenir del mundo, la democracia como el mejor de los peores sistemas políticos humanos, el fútbol y demás deportes ridículos, mis libros y sus tonterias, su vida sentimental y sus insectos, la comida vasca y las especias hindúes. El hecho que destaca por encima de todos los demás hechos no por ello menos importantes, es la visita del viejo Seoane acompañado de Claudia, la diseñadora de la Fnac. No esperaba ver a esa mujer junto con el viejo Seoane y sus dos copas de champán. Le dije que debería haber traído cuatro porque había hecho una nueva amiga. A lo que contestó lo de siempre, que no perdía ni un segundo, añadiendo un nuevo final: ni aunque me topara con el coma más profundo de la historia de la gramática. Hubo risas por parte de todos y un pequeño plop inaugural al abrir la botella.
Claudia es una buena mujer, no tan portentosa y tan jabata como mi difunta amiga que en paz descanse pero siempre está envuelta en un brillante halo de lascivia del que parece no percartarse. Le pasa lo que a muchas mujeres que han nacido con estrella. Hagan lo que hagan y estén como estén, siempre son insuperables. Aunque se acaben de despertar y tengan la barbilla llena de baba reseca. Aunque no se duchen en una semana y tengan los pelos de las piernas como los de Macario. Aunque les encante comer pipas de calabaza. Ellas siempre están al límite de sus posibilidades exteriores. Turban el ambiente con su santa presencia y a muchos tipos se les queda cara de gilipollas y no saben que decir y solo sueñan despiertos y fantasean con tirarlas sobre el sofá y no soltarlas hasta que uno de los dos muera de cansancio (esto me recuerda algo).
Pues sí, fue una curiosa tarde aquella en que nos reunimos los cuatro, el viejo Seoane, Claudia, Eva y yo, en aquella habitación de hospital que ahora pierdo entre la bruma de la mala memoria y me parece tan lejana, aunque solo haya transcurrido una semana desde que me dieron el alta.
Ahora estoy en mi casa de nuevo, repasando unos textos sin prestar demasiada atención, escuchando una de mis canciones favoritas (Straight, no chaser de Miles Davis y John Coltrane) y bebiendo whisky. Estoy repasando todo lo acontecido en los últimos meses y dándome cuenta de que mi vida no tiene principio ni fín, es solo un pequeño cordel de historia que continúará por ambos extremos cuando yo no esté presente. Ayer llamé a Eva al hospital. Dentro de dos semanas le darán el alta definitiva, aunque tendrá que asistir durante algunos meses a clases de rehabilitación para volver a caminar con normalidad. Me ha contado que no le gusta hablar por teléfono porque tiende a sincerarse más de la cuenta, de hecho ya lo estaba haciendo, así que no ha durado mucho la conversación. Mañana iré a verla. Mientras tanto, en el mundo real, esta noche tengo una cena con el viejo Seoane. El muy cabrón puso a la venta el libro de relatos durante mi período en coma y ha logrado vender lo imposible. De hecho, se ha convertido en mi libro más vendido y todos nos hemos hecho un poquito más ricos. Parece que el agua vuelve a su cauce natural.
No he follado desde antes del coma y noto como si los huevos me pesaran un quintal. Así que he llamado a una de esas casas de putas de lujo, que te mandan a una señorita que va a tu casa con ropa sexy pero glamourosa y te entretiene de buena gana e incluso te da conversación. Una tal Anna se supone que está en camino. Morena, metro setenta y tres. No se más. Igual es la hija bastarda de algún magnate de la construcción arruinado, acostumbrada al lujo y esas cosas. Estar solo tiene cosas buenas.

Siguiente:
1- Llega Anna y follamos de forma convencional. Sin estilismos ni estiramientos previos.
2- Voy a cenar con el viejo Seoane. Hablamos de ventas y beneficios.
3- Mientras cenamos suena el teléfono. Es Claudia. Quedamos para vernos al día siguiente y mirar unas fotografías.
4- Estoy erecto.
5- Llama Roberto, un amigo del viejo. Vamos a su casa a beber whisky. Vomito sobre la alfombra del salón y todos (el viejo Seoane, Roberto, Esther, María y Andrés, todos amigos del viejo Seoane) ríen.
6- Todos me caen mal menos el viejo y me voy a casa.
7- Llamo a Eva por la mañana y me vuelve a decir que no le gusta hablar por teléfono porque no logra concretar el tono de su interlocutor y se siente abrumada por las posibles coñas que se puedan estar efectuando al otro lado del hilo.
8- Voy al hospital. Ya le han quitado las vendas de la cabeza y compruebo que es una bella mujer de rasgos delicados y piel de porcelana. La cicatriz le sienta bien.
9- Hablamos del películas de Peter Sellers. Ella dice que no le gusta el papel de presidente de los Estados Unidos en la película de Kubrick porque le inquietan las calvas postizas sobre la cabeza de Sellers, que le da miedo en todos los papeles de esa película, porque dice que hay un matíz oculto en su mirada.
10- Le doy un beso en la frente y me voy a mi casa a comer.
11- Llamo a Claudia y le digo que venga a casa si no le importa. Acepta.
12- Vuelvo a estar empinado.

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