Canto a la vida



"La felicidad es solamente la ausencia de dolor"


Arthur Schopenhauer




El cielo está enladrillado y los pajaritos cantan. Las nubes se levantan y el arco iris multicolor tiene los ojos de Sailor Moon antes de que le viniera la regla.
Los perritos blancos de pelo rizado van por la acera dando saltitos, piando, al ritmo de los bastones gigantes de chocolate que hacen de semáforos sonoros para ciegos. Los coches son de colores cremosos y van de lado a lado con faros sonrientes. La gente viste ropas victorianas como las que llevarían los personajes de un cuento limpio de Charles Dickens y las papeleras no solo están vacías sino que de todas ellas salen miles de orquídeas blancas y lilas que perfuman toda la calle. Aquí el olor puede verse. Es dorado.
Desde aquí puedo ver a una niña de 11 años, con chapines de rubíes y vestido de Dorothy que levita sobre las puntas de sus pies con la naricilla empinada siguiendo la estela de tan sublime fragancia natural. Y está empezando a anochecer y la playa que hay a lo lejos, muy a lo lejos parece una mantita de terciopelo donde se arropa los pies el mar cuando tiene frío.

Las ventanas de los edificios son de azúcar glasé y dentro, la gente lame los cristales. Aquí todos los relojes tictactean por su cuenta y conforman el omnipresente latido del Universo. Son las 3 y las 7 y las 12 menos cuarto de lima limón. El tiempo y el espacio juegan juntos al Backgammon.
Una guitarra cruza un paso de cebra y el David de Miguel Ángel que conduce una Honda CB500 le dice buenos días tenga usted, señorita y así transcurre otro segundo más en Do mayor.
Aquí no hay dinero negro porque es de chocolate blanco. Y las mujeres se rellenan los pechos con serpentina multicolor. Desde dentro parece crema de jazmín. Hay un gato que maúlla a Mahler y tiene las uñas pintadas de rosa. El dueño llora de felicidad porque por fin ha podido acabar la Sinfonía no.10 Inconclusa y le da una galletita con sabor a salmón y buey. De fondo suena una ocarina y un ligero beep monótono. Es el ligero beep monótono de mi respirador artificial. El pulmón electrónico que me mantiene con vida de vegetal sin raíces. Estoy en coma profundo pero no importa, porque aquí no hay forma de mentir. Todo el mundo permanece fiel.

Los aviones no hacen ruido. Los aviones no hacen ruído.




Es probable que si algún día despierte, no tenga piernas y parte de mi cerebro esté dañado irreversiblemente, pero ahora me estoy comiendo un gofre de frutas silvestres del Amazonas con sirope de rocío. El sol huele a incienso y el asfalto es de regaliz. ¿Acaso importa?
Las bocinas de los coches suena a saxofón y una mujer con vestido rojo y zapatos negros hace pompas de jabón que forman la palabra evasión en el aire. Hay un hombre rezándole a las estrellas y una gaviota volando que se pinta los labios mirándose en un espejo de alas. La noche se acerca y sus pasos son las olas del mar. Y justo cuando un trueno avisa a todos de que va a empezar a llover, empieza a llover y veo las gotas caer sobre los plásticos de los invernaderos tropicales. Pienso en el amor. Soy un junco en la orilla del destino. Llueve sobre mis ojos abiertos.
Salgo a la calle con mi perro, que es un dálmata y tiene puestos unos patines en línea, y un caballero gordo con frac me dice que si puedo oírle, que cuantos dedos tiene aquí, que me van a bajar la medicación.
Las nubes forman la cara de mi madre cuando era joven y yo pequeño, aquel día que tenía los rulos puestos y yo me caí de la mesa y me di con la puerta del balcón en la cabeza y se me quedó esta cicatriz de aquí. La cara de mi madre, algodonosa, dice que si puedo abrir el otro ojo, que me quiere mucho, que tengo un hermanito que conocer. Y al decir eso, las gotas de lluvia se transforman en copos de nieve de un cielo que llora de alegría por mi vuelta a casa. Los pajaritos cantan y las nubes se vuelven a levantar. ¿Acaso importa?
Ahora las ruedas de los coches son caramelos sugus exclusivamente de piña. Yo sigo caminando por la calle que empieza a llenarse de gente y las aceras se ensanchan a cada paso y los carteles publicitarios son lenguas de gominola con picapica. La nieve cubre los coches y la gente sonríe y ríe y se ponen todos colorados de alegría. Se oyen botellas al descorcharse y los corchos son gorriones que salen volando en libertad. El pulso de la vida. Todo empieza con un beso.
Mi perro se queda rezagado porque está hablando con un payaso sobre las cualidades del Helio. Me paro frente a una Licorería y traspaso la cortina de whisky escocés. Nunca lo había probado. Dentro hay una anciana que tiene un vaso en forma de bombilla gigante en cada mano. Las uñas son de todos los colores juntos y van cambiando según les de la luz. Huele a azúcar quemado, a crema catalana. A viaje interestelar. Yo he estado allí.
La anciana me dice que beba, que pronto estaré en casa. Y yo bebo y bebo, porque está templado, agradable al paladar como si fuera una ciruela tersa que te roza las plantas de los pies, y sabe a galletitas saladas. Sabe a pizza recalentada con salsa barbacoa. Sabe a estar de vuelta.


El mundo se disipa lentamente dejando tras de sí mil olores entremezclados que conforman mi nuevo y psicológico líquido amniótico. Ha habido un nuevo Big Bang de lacasitos y confeti. No veo a mi perro, que se ha quedado atrás, pero veo a una mujer igual que mi madre pero con el pelo terriblemente blanco. Yo soy el que vuelve. El que puede decir que ha vivido. Tiene los ojos surcados de arrugas que antes no estaban. Los labios brillantes de ilusión y, temblorosa, me dice feliz vuelta a casa, mi amor.


Echo de menos la insensibilidad.
Tengo media cara paralizada para siempre y uno de los ojos se me está secando y dentro de poco habrá que cortarlo. Pero me da igual porque dentro puedo guardarme la goma si es que sigo teniendo siete años.

1 comentario:

Poesía Salvaje dijo...

"Se oyen botellas al descorcharse y los corchos son gorriones que salen volando en libertad"
Genial, tío, genial, perfecto para empezar el día (con resaca que estoy).