He estado haciendo triturados para enfermos.
De carne.
De huevo con zanahoria y cebolla.
Todo espesado con fécula de patata.
También he hecho quince paellas de arroz negro.
Judías verdes con chorizo.
Que es lo que he comido,
pero sin chorizo.
Solo salteadas con cebolla
como me gustan.
He logrado
pelar la naranja
con uno de esos cuchillos de hospital
que no cortan ni el aire,
me la he tragado casi entera.
Te he llamado siete veces.
Luego un yogur natural
y un café americano con tres de azúcar.
Pero todo estaba asqueroso.
Colinas de ceniza y un reloj de arena.
Un buitre que pide su parte del botín.
Unos dientes podridos que roen
los huesos de la cadera de Isaac Asimov.
Gotas de ácidos sulfúrico
resbalando por la frente de Ian Curtis.
El infierno de cuchillos hirviendo.
El sabor amargo de las seis de la mañana
sobre los labios de Anna Karina en “Vivre sa vie”.
Ahora es así todo.
Porque el universo se ha desdoblado.
Otra vez se ha doblado para adentro.
Otra vez el peso de
levanta el mío sin magia.
Otra maldita vez se ha desdibujado el boceto
de un día tranquilo.
Se ha roto el cristal visor
no huelo nada
las uñas no crecen al ritmo que me las como
y los trozos se clavan siempre en el hígado
y en la garganta
y en el esófago,
que me arde.
Y cuando me arde
me arde como colesterol,
como manchas de sangre,
como símbolos del dólar girando frenéticamente
y suena como un llanto de bebé
en la morgue abandonada de mi mente,
rebotando en las superficies de acero,
inundando los huecos
que dejan los cadáveres blancos y blandos,
haciendo vibrar,
por última vez,
la extensión inexacta
de la muerte.
Colinas de ceniza hasta las rodillas y un reloj de arena.
Buitres y corona de flores.
Incomunicación de miriápodos.
Guitarras clásicas desafinadas como contrabajos
que del estertor de su cuerda gorda
se materializan
se reproducen
se separan
y mueren.
Colinas de ceniza hasta el cuello,
hasta la boca,
hasta la frente.
Y un reloj de arena.
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